Sentada contra la ventana del café, veo la sombra de mi propia mano sobre las palabras que escribo. Mi mano fluye como queriendo escapar de la sombra, como queriendo vislumbrar lo que hay detrás de ella. ¿Qué hay más allá de lo que puedo ver?
Levanto la mirada, un muro de ladrillo visto contra el cual una estantería expone algunos libros se presenta ante mis ojos. Y las voces de cuatro mujeres se interponen entre yo y lo que veo. No me molesta, solo quiero creer que no es todo, que hay algo más detrás de lo evidente.
Vuelvo al movimiento de mi mano que fluye como enganchada a mi cabeza. Quiero desengancharla y saber qué pasa. ¿Qué haría mi mano que agarra el lápiz con tres dedos en lugar de dos, si se liberara de mi cabeza? Seguiría quizás el impulso y pasearía a través del espacio, atravesando las fronteras de lo permisible. Tantearía ese muro tosco y rústico para sentir su aspereza, tomaría unos libros del estante solo para apreciar su peso y su temperatura, más fría tal vez que la del ambiente bañado de sol del café. Iría a palpar con la yema de los dedos las bocas de esas cuatro mujeres que se abren y se cierran emitiendo palabras para sentir su consistencia.
¿Osaría?
Y de pronto, mi mano se posa sobre el agua sucia que desbordó de la maceta contra la ventana. Repulsión. Recorre la superficie vetusta, sintiendo la mugre como granos de arena contra su piel. Mojada y sucia busca la otra mano, el brazo entero y la pierna, como domesticando la repulsión y continúa hacia el suelo, arrastrando consigo a todo el cuerpo.
Solo las sensaciones. El contacto de la piel contra la piel, de la mano aún humedecida que tantea el suelo dejando huellas. El cuerpo desenganchado que se deja ir, “qui s’offre, se donne, s’abandonne”, como en un acto de sondear los límites, de quebrar barreras.
Photo: Gabriella Koutchoumova
Dans le cadre de la résidence de recherche / collectif KMT
Avec le soutien de La Roseraie